viernes, 30 de julio de 2010

Revolver tintas

Ciudades europeas como Roma o Lisboa o qué sé yo, Praga, tan de moda, en el imaginario insolente de quien no ha viajado, aparecían como monumentos caducos, tan representados en televisión, en revistas y en novelas sobre las revoluciones que casi podía decir que los había visitado ad nauseam. Incluso Tokio, por donde había deseado vagar con una peluca rosa y cara de aburrimiento, parecía un decorado hasta los topes de turistas a la busca y captura de gadgets y bragas usadas.

Sin embargo, Beijing, y después, el 798, era para mí un paraíso arrebatado antes de tiempo: aquel complejo fabril remozado y convertido en dédalo de galerías era el único lugar donde hubiera podido darse una revolución de verdad, el único sitio donde hay algo verdaderamente peligroso a lo que enfrentarse, algo a lo que decirle estamos aquí, cojones, somos artistas y tú puedes disparar al cielo para que el día de tu desfile amanezca despejado pero nosotros preferimos actuar bajo este gris de humo y niebla y te vas a joder, porque te van a ver mate y sucio. Tal y como eres, camarada. Tal y como somos.

Y vivir allí hasta el punto de tener que comprar perchas, fregona y un aparato para alejar a los mosquitos monstruosos no sé si fue bueno o malo: porque desde que volví (y lo enunciaba así a quien quisiera escucharme, desde que he vuelto, desde que volví, como si hubiera estado no un mes sino veinte años) no pasaba un día que no recordase el Beijing que conocí, el medieval, el milenario, el comunista y el de otro planeta, el de las luces de neón y los hoteles de lujo con terraza al infinito y las copas hasta el amanecer y los parques en otoño que no era otoño sino simulacro de primavera, más simulacro que las cinco semanas que pasé allí haciendo como que vivía, como que venía para más tiempo [...]

miércoles, 28 de julio de 2010

Bifurcatio

Quiso saber dónde había estado todo ese tiempo.

En un laberinto, le dije.

No me creyó.

Por eso le mostré entonces la noble cabeza de Asterión. Le mostré las flores de crisantemo y las paredes de marfil, el tomo onceno de la enciclopedia de Tlön y la máscara de oro y las huellas del pórfido rojo en mi piel. Le mostré los reflejos cambiantes, enlacé mi aliento con el de una bestia e hice cada pausa un enigma infinito.

Y vi, en el transcurso de segundos que dilataban en horas, cómo palidecía lentamente, cómo la sangre abandonaba hasta sus labios y cómo sus ojos reflejaban, asustados, inciertos, el universo inacabable de los míos. Creo, incluso, que le oí gritar.

Se fue mascullando, solo, no sé qué de descansar y de aire fresco. Supe entonces que le había convencido, pero no pude alegrarme.

Ahora me pregunto si sabrá salir.


lunes, 26 de julio de 2010

Leila y los Ruidos

Así imagina Leila Amat Ruidos I.

Más de sus disparos imposibles aquí y aquí.

Sí, yo también me pregunto where is my mind? o Tres noches de luces de neón

(Crónica a frases cortitas descriptivas, con mucho infinitivo/imperativo y retazos -bonita palabra- de canciones, que es lo que se lleva ahora):

Llegar a las dos y pico justo para ver a L.A., Evening love (I don't wanna leave this room anymore). La playa, de noche, sin bañador ni toalla ni crema del cincuenta. Quién quiere cenar cuando se ha evaporado ya una botella de rosado y dentro de diez minutos tocan Raveonettes. Algunas plantas experience, Heart of stone (rozar el cielo, de paso). Bailar con Los Coronas, sola, tumbarse a mirar estrellas en medio del concierto de los Leadings. Cazar una visera de los Dirty Surf (tocan con máscaras de lucha libre, hacen estallar un monitor de cartón en confeti), corearle la letra al émulo de Ian Curtis que lidera los Dirty Socks, coronar las escaleras de la plaza, directo, a segunda fila. Luces de neón, (joder, qué elegancia), alta fidelidad (todo esto es por culpa de la gente). Y si nuestro mundo acaba es porque tenía ese final. Y entonces llegan ellos. Luces. Blanco. Placebo: arrived. Chicos y chicas, pendehos y pendehas y entonces nos volvemos todos locos o en realidad siempre lo estuvimos y nunca nos dimos cuenta. Y saltos, saltos hasta alcanzar el maldito cielo. Y quedarse allí. Allí, allí, y 1990's y The Chemistry Set y... joder, I don't wanna leave this room anymore. Asómate a la ventana (más que nada, porque no hay balcón), qué bien te queda, Solange. Amargor. Abro los ojos. Madrid. With your feet in the air and your head on the ground.

A lo mejor, lo soñé todo.

martes, 20 de julio de 2010

Ruidos (I)


Ya están otra vez. Los golpes y los quejidos del somier atraviesan las paredes aunque se interponga el colchón de música y los gemidos ahogados se cuelan como las notas falsas de una guitarra. Le tengo dicho que se cambie al látex, pero nunca me hace caso y ahí sigue, con los muelles viejos, manchado y roto, aguantando lo que le caiga.
Siempre igual, desde que nos independizamos, juntos como cuando éramos niños y jugábamos a cazar lagartijas o gatos callejeros. Él asestaba el golpe y yo recogía los cuerpos. Él ensucia y yo recojo. Y ahora, no sé cómo se las apaña pero siempre termino fregando los platos y agachándome a por las pelusas.
Grita. Ella grita. Intervalos cortos, como vagidos de animal acorralado. A él le gusta que griten un poco, al final. Nunca he conseguido entender por qué, pero sólo las deja gritar al final y todas lo acaban haciendo y eso sí no hay música que lo amortigüe.
Nunca las veo entrar. Sólo me deja después, cuando entra al baño a lavarse primero las manos y a darse una ducha que me deja sin agua caliente para las siguientes dos horas. Es preciosa. Eres preciosa, le digo cuando entro. Hay que reconocer que tiene buen gusto, el cabrón, aunque haya que ser como él para conseguirlas. O ser amigo de alguien como él. No me importa fregar los platos si después puedo recoger cuerpos como éste. Es preciosa hasta con la mordaza en la garganta. Él me conoce y sabe que no me gusta tanto que griten, ni al principio ni al final. A mí me gusta que se quede así, quieta, mirando cómo me desabrocho el cinturón, cómo me bajo la cremallera y empiezo a masturbarme ante sus ojos de miedo y rímel corrido.
Me gusta que los cierre como una presa malherida por un cepo.


lunes, 19 de julio de 2010

Exhalación

-Bueno, no me has dicho qué te parece.

-¿Con sinceridad?

-Toda la que no te dejan.

-Pues una puta mierda. Incoherente. Inverosímil. Manda el pacto de ficción a donde yo te diga. A los personajes se les ve venir desde la primera frase. El argumento lo he visto cien veces y leído otras cien. La trama no se sostiene y las situaciones son ridículas o dan pena, o todo a la vez, no sé.

-Ya. Qué quieres.

-Bueno, venga, que me disperso. Vamos a comentar el texto y ya dejamos la vida para otro rato.

miércoles, 14 de julio de 2010

Poco más que añadir I

“Todos tenemos un momento, nuestro momento, ese momento en que la flor se abre y todo cobra sentido, y después se va, y ya está, es como una chispa, lo pillaste, lo cogiste al vuelo, o no, ésa era tu elección, y luego ya no te queda más que esperar a morirte, como una imbécil

Blanca Riestra, La noche sucks.

lunes, 12 de julio de 2010

Los cursos de verano y los actos subversivos

A lo mejor soy yo, que cada vez me vuelvo más quisquillosa. O si simplemente exijo demasiado, aunque por otra parte es lo que toca con la insolencia de los veintiún años. Pero no me gusta que me tomen el pelo. Y me parece que, tres años después, el nivel de cierto curso de verano de literatura ha ido bajando paulatinamente hasta el de club de lectura de señoras, con sus pastitas de té y sus cinco clases de azúcar.

Que conste que no tengo nada en contra de los clubes de lectoras y lectores, más que nada porque soy una adicta al café en buena compañía y un abanico de autores mientras se intercalan fragmentos de vida que en la ficción resulta más fácil afrontar. Pero no pago como he pagado por un ciclo de conferencias presuntamente impartido por presuntos expertos en literatura, supuestamente concebido para profundizar en la materia para los cuatro que nos interesamos y que, de paso, nos enfrentamos como pavos reales (Nocilla sí, Nocilla no) en la cafetería: he apuntado más nombres en esos ratos de descanso que durante las ponencias.

Y repito que no sé si soy yo que me estoy volviendo una repelente o si siempre lo he sido y últimamente lo estoy demostrando más que de costumbre. Pero ya resulta sospechoso que en un curso sobre literatura contemporánea se vuelva a los mismos de siempre como si no hubiera otros, como si no hubiera más, como si después de Machado, Miguel Hernández y Salinas se hubiera acabado la literatura.

No voy a hablar del resto de los ponentes, porque son conocidos y a muchos les hará gracia que uno de ellos se sobara con la boca abierta en la tarima mientras su mejor amigo hablaba (bastante bien, por cierto; de los mejores, por cierto) de Lezama Lima y los fragmentos más calientes de Paradiso.

Tampoco voy a extenderme en la mención de una conferencia que consistió en el comentario de una lista de las novedades de Anagrama, Alfaguara y Seix Barral, de la que se procedió a tachar los best-seller cursis y los papeluchos sin interés y a subrayar las novelas que molan. Que la conferencia versara sobre última narrativa supuso el único momento en que a alguien le importaron un carajo los títulos.

El caso es que, como prefiero la soberbia a la complacencia, terminé saliendo de la sala. Y no fui la única.

No voy a decir ahora por qué. Más que nada, porque uno de los organizadores del curso nos pidió que redactásemos una crítica personal y sincera de cada conferencia. Algo me dice que me voy a divertir. Que a fin de cuentas, de eso se trata. Juguemos a que nos ardan las yemas de los dedos, que estamos en la edad y pocas veces se nos nota por ese empeño inútil de ascender al Parnaso de esos académicos que creen que ahora no hay literatura.

miércoles, 7 de julio de 2010

Juegos de niños


Seguramente no recuerdes todas las veces que bajaste al parque a jugar cuando eras un crío y los dias eran una línea continua de la que no te dejaban salirte ni cuando coloreabas. Pero a lo mejor recuerdas aquella noche de verano que nadaste desnudo en la piscina. O aquel día que casi te dejas media boca en el tobogán. O seguramente te recuerdes apretando los dientes en un estoico esfuerzo por aguantar el dolor ante la sangre chillona de la grava y el cemento.
Somos en gran medida lo que leímos de niños, y con esas lecturas, funcionamos más o menos así. Empecé a leer por imitatio y por acicate; y no soy capaz de recordar todos los libros, más o menos edulcorados, que serían mi base y que hoy son una parte de mi memoria.
Uno va creciendo, a veces incluso madura. Y cuando hablas con la gente, sobre todo si salen a relucir tus aficiones (“yo es que de pequeño leía mucho, pero.”), te das cuenta cuántos no pasaron de aquel parque.
Juegas. Lees. Tranquilo, feliz, despreocupado. Crees que las cosas seguirán así siempre, poco a poco y sin que te percates del todo, vas dejando de ir al parque. Pero estarán siempre aquellos días de goce, de miedo, de fascinación con algo o con alguien, de sorpresa, de enfado ciego y rabioso, de pena honda y de algo que más tarde llamarás melancolía. Y con cicatrices viejas en las rodillas y con una especial habilidad para poner las manos como escudo al perder el equilibrio, te vas; y no lo sabes aún pero si algún día vuelves, todo será irremediablemente más pequeño.
Y palpitan las lecturas como permanecen cálidos y vivos el día de la gran pelea o el día que coronaste el castillo de cuerdas al que daba tanto miedo subir. Y viste todo desde lo alto y te pareció fácil. Quizá, demasiado fácil.
Escribo por una época en que los referentes de nuestros padres, aquellos libros de aventuras de Stevenson, Verne o Salgari, ya estaban sacralizados como clásicos y el mercado editorial se daba cuenta de que podía manejarnos en un terreno seguro, atractivo, excluyente. Acotó los parques con vallas de colores y nos presentaron colecciones de títulos meditados que en su mayoría no volveríamos a mirar.
Pero yo sigo recordando Las brujas de Roald Dahl como una de las historias más deliciosas y perversas de mi niñez. Me acuerdo de la hija adolescente de La extraña familia Mennym colocándose unas gafas de sol sobre la piel de trapo para que nadie apreciara sus ojos de botón. Me acuerdo de Coraline atravesando el túnel, de Alicia cayendo por la madriguera (y de la forma tan distinta que tuvo de caer muchos años después), de Blanca y Aglaia y su día a día en lo alto de un árbol, de Rudiger y de Anna la Valiente y de Atreyu escuchando la voz de Uyulala y de todos los líos de dioses de mitologías remotas donde siempre moría alguien, y las punzadas de placer perverso de los cuentos tradicionales antes de que los amordazaran con confitura de cerezas. Y los mutantes de cómic que me daban ganas de poner los ojos en blanco y desatar una tormenta. Y también ella, AeShaettr, Lyra Lenguadeplata, dispuesta a fundar la República del Cielo y de paso, la leyenda de una heroína atípica y fiera como un gato montés. Y Harry Potter descubriendo aquel colegio donde yo hubiera dado un dedo por que me admitieran.
Porque sí, jugamos al nivel de lo sesudo y el mayor laberinto lingüístico nos parece un reto más placentero cuanto más intrincado. Pero parte de la culpa la tiene B.B.B., por robar aquel libro y habernos mantenido con los ojos enrojecidos durante más tiempo del que podíamos contar, y fuera caía la tarde pero, dentro, Perelín, la selva nocturna, germinaba. Y no lo sabíamos pero ya no había remedio posible.
Por mi parte, sólo puedo agradecerlo.

domingo, 4 de julio de 2010

English summer rain

Ayer llegué a Madrid después de un viaje en tren de ocho horas con retraso acumulado que me permitieron disfrutar más de lo que esperaba de la variedad del paisaje castellano, la agradable temperatura del vagón y la proverbial comodidad de los asientos de clase turista compartidos con peregrinos que olían a botafumeiro poco potente.

Me había pasado los últimos cinco días en un curso de inglés en A Coruña, aunque de la ciudad reconozco que he visto poco: las calles por las que me llevó el taxi, la playa de Riazor con su fauna agitándose al viento, los lugares señalados por cuyos alrededores nos aflojaron las correas el jueves y los garitos de la zona party animal.

Reconozco que no ha estado del todo mal. Galicia bien, gracias, como siempre. Hay pocos momentos de mi vida en los que pueda decir que me siento en casa, y uno de ellos es cuando llueve ligero en Santiago, quizá por mi tocaya la de las Follas novas, quizá porque mi palabra favorita es saudade, quizá porque simplemente me puede la mitomanía.

Cursiladas pretendidamente literarias aparte, he descubierto que no he olvidado todo mi inglés, que cuando me pongo soy capaz de enrollarme media hora sobre cualquier tema aunque no tenga ni idea de éste y que hasta a los irlandeses se les puede pegar el acento.

En el escaso tiempo de que disponíamos entre el variado y excelente rancho compuesto de fritanga industrial varia sustituible por una bandejita de verduras cocidas cuando te atrevías a llamarte vegetariana (en una forma de simplificar persona que no quiere que revienten sus venas), me dio por pensar en la forma en que nos enseñan el inglés en este país. De acuerdo que es una forma pésima, que la mejor manera de aprender una lengua es hablándola, que a partir de los trece años la dificultad para adquirirla se multiplica por diez y que hay un vacío generalizado de profesorado nativo. Reconozco que es difícil, y si a eso le sumamos el interés de los alumnos, incluso en las academias particulares en las que por trescientos euros al mes la gente se dedica a jugar a los barcos, no es de extrañar que nuestra pronunciación sea de vergüenza ajena.

Por eso, lo más habitual es llegar a la universidad y no tener ni putísima idea de la tercera condicional, que no es algo que se use mucho pero oye, que viene bien sabérsela.

Y llegamos a este tipo de cursos, intensivos, grupos de tres y cuatro alumnos por clase con profesores británicos, irlandeses y escoceses con muy buena voluntad que, después de la cantidad de presentaciones, listas de palabras y demás trabajo en grupo con que te han tenido pegado a la silla desde las nueve de la mañana hasta pasada la medianoche, te piden que hagas un pequeño teatro para poner en práctica el vocabulario aprendido o que escenifiques un crimen que previamente has tenido que redactar en pasiva.

He aprendido un poco más que todo eso, pero sienta bastante mal que organicen jueguecitos del tipo "quien se equivoca con una palabra tiene que hacer una prueba": me siento como si tuviera trece años, pero sé que no tengo la facilidad que entonces para aprender una lengua en la que, en general hemos desperdiciado demasiado el tiempo. Más que nada, por no hacer el cafre fuera de casa, que es lo que lamentablemente terminamos haciendo. Tengo la esperanza de que todo esto cambie, pero hasta entonces, parece que lo único que pueden ofrecernos para paliarlo a los que no gozamos de esa enseñanza bilingüe que están implantando con bombo, platillo y vuvuzela es meterse en la piel de un médico nerviosito en su primer día de trabajo que le pregunta a su paciente qué le duele. A mí, la cabeza, un poco. Y el orgullo, también.