martes, 25 de mayo de 2010

Son sólo días

Hay días jodidos. O días raros. No son exactamente malos, porque son necesarios para apreciar los otros. Pero el caso es que ahí están.

Te levantas después de haber dormido a treguas, y después del repaso inútil de las nueve y del examen cuya entrega te da un respiro de varios días hasta lo siguiente con lo que nos tienen ocupados y quejosos, no lo sabes aún pero resulta que lo mejor del día va a ser la noche que te vas a pasar pateando calles con los cascos puestos y cara de videoclip.

Porque no es bueno estar tranquilamente tumbada pongamos en un banco o una losa del patio de la facultad, escuchando pongamos My Bloody Valentine, o algo así de alegre, mientras devoras las últimas páginas de Fantasmas y buscas el sol con la barbilla; y que de repente, se te ocurra preguntarte (después de dsquitarte en la ficción con los que tocan las narices en la realidad) a dónde estamos yendo, si los del penúltimo curso de licenciatura no seremos a fin de cuentas un invitado incómodo que nadie quiere en su mesa y por eso nos espacian los exámenes, nos recluyen en aulas de tamaño y hechura de trasteros y nos adecuan los contenidos a poco más que hacer la O con un canuto y comentarlo después con los compañeros (que es importante el trabajo en equipo) en inglés y/o con apoyo de Power Point.

Y que por mucho que te reviente esa actitud literaria y malditista del yo contra el mundo, resulta que hay veces que sí que necesitas hablar, tú que te pintas los labios de color femme fatale, cruzar referencias cómplices y recrearte con alguien en los ambientes y los colores del cine que se palpa y se lee y se paladea, y no sentir que eres poco menos que la prima rara del Quijote y que te estás encabronando (y hasta tragándote las ganas de llorar) en ese banco sin motivo alguno.

sábado, 15 de mayo de 2010

Documentación a presentar o con lo que no me atrevo a justificar el interés por una beca

No sé cómo explicarlo, y de hecho no es ni de lejos el único ejemplo que tengo de ello (recuerdo puestas de sol en la pasarela del metro, mañanas frescas de tender ropa frente a la ventana donde cantan los pájaros, noches de asomarse a azoteas de vértigo sobre los neones. Pero aquella mañana de octubre, cuando me quedaban muy pocos días para regresar (uno de los cuales, el último, derramaría en la cama), me fui yo sola a tomar el metro sin un destino fijado. No era la primera vez que lo hacía, alguna tarde, por ejemplo, en el Antiguo Observatorio; pero aquella vez salí yo sola, desde bien temprano, y disfruté del sol y de ese azul imposible que recordaba que hacía pocos días habían disparado al cielo, me senté a comer en un parque al que llegué después de una caminata de media hora atravesando una avenida de color rojo de teja, amarillo de oro antiguo y gris de mañana rutinaria, y recorrí los jardines, las pagodas y las travesías cubiertas, y cuando alcancé los puentes que cruzaban el lago artificial, mi mirada abarcó todos aquellos cafés, las rickshas de turistas gritones, y los hutongs, y los gatos enormes que disfrutaban de ese sol que por una vez no era pequeño ni rojo. Y fue entonces, aquella tarde, acodada en uno de los puentes de la zona de los tres lagos, muy cerca de la Ciudad Prohibida y a dos pasos de un entramado de callejas donde bullía un hormiguero de expatriados casi más locos que yo, cuando sentí que aquella frase tan manida de el hogar no es un sitio, es un estado de ánimo, cobraba sentido: y supe que quería quedarme allí no ya un mes, sino varios, hasta que cobrara sentido también el revuelo de tonos con que se dirigían a mí y del que apenas podía extraer una o dos palabras, pero sin llegar a entender las conversaciones vertiginosas a mi alrededor, que nunca se necesitan. Y por eso solicito la beca: para volver a lo que he llamado hogar casi más veces que a mi ciudad de nacimiento.

lunes, 3 de mayo de 2010

Y que se ponga a llover ahora

Qué rabia, pensar que no hay nadie ahí arriba, en algún punto tras los nubarrones grises que encuadran uno de esos días en que la noción de estar de paso se vuelve tan contundente como una palada de tierra sucia. Y al menos, tendría razón de ser si levanto la cabeza y grito encarándome a la lluvia que es un hijo de la grandísima puta.