lunes, 1 de noviembre de 2010

Ruidos (IV)

Te oigo reír al otro lado. Ríes, grave y sensual y alegre, y me pregunto si ya te habrá acariciado el cuello con las puntas de los dedos, suave, ese roce que provoca en las pieles delicadas (la mía también lo es, aunque parezca que no me cubra los huesos más que la lana del jersey) ese cosquilleo de placer y temblores.

También reías cuando me encontraste, una vez más, tú por aquí, jajá, que sorpresa, qué es de tu vida, qué bien te veo, qué buenos ratos qué buenos tiempos: qué ojos más grandes tienes, qué bien hablas, qué bien ríes y qué mal mientes, nunca he estado peor que ahora y ni siquiera cuando reías y ordenabas como ríen y disponen las reinas crueles; quizá mejore un poco si me quedo quieta y presa en la lana de las mantas sin escuchar ni ver.

Ríes con esa melodía tenue que precede al gemido, parece más risa que la contorsión del jajá del reencuentro, busco piso vivo sola qué casualidad qué haces qué pena no te preocupes yo trabajo qué sorpresa qué fantástico. Parece más risa que la mueca de disculpa no me di cuenta llegué tarde mañana sin falta qué buenos tiempos recuerda.

Ríes como no reirías o quizá sí, con la indolencia de tu belleza y de tu piel clara sin ronchas ni escamas ni lana que la cubra, si vieras las pastillas, las doce, y los párpados violáceos a los que no dirías qué bien te veo o quizá sí porque siempre fuiste osada.

Ríes y no sé si le dejarás osar. Yo lo hice, le dejé, reí en la oscuridad, antes de que sus dedos me rozaran las escamas, la piel tirante. Cierro los ojos, y pienso en la sangre, en la saliva, en la humedad de osadía. En las pastillas que no has visto. Aún. Desde niña, olvidé (poco a poco, risa a risa) como se curvan los labios hacia arriba.

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