Siempre se las han ingeniado para que tragáramos. Nos han cambiado el plato, nos han puesto sal, pimienta o sombrillitas de colores. Pero ya no somos niños. Ni tenemos, pese a todos sus esfuerzos, un solo pelo de tontos.
No vamos a enrabietarnos, ni a chillar, ni a tirar la cuchara. Simplemente nos vamos a sentar, con la boca sellada, y a negar con la cabeza ante esas sonrisas que se les van a quedar frías.
Nos dirán que muy bien, que si no lo queremos, nos lo guardan para la merienda, o para la cena, o para el desayuno de mañana.
Pero saben que por mucho que intenten conservarlo, terminará apestando a podrido. Y hasta ellos tendrán que admitir que esto no hay quien se lo trague. Ya no.