jueves, 24 de junio de 2010

De simulacros y ficciones

Hacía mucho que no me pasaba por aquí. No es que la avalancha de comentarios me haya provocado una crisis de éxito: sigo escribiendo. Eso sí, cada vez parece que me importa menos publicar en un blog cada cosa que hago. No estoy orgullosa, no noto que vaya a ninguna parte; sigo disfrutando con ello aunque nunca sea ni un tercio de lo que me gustaría y empiezo mil proyectos que espero poner en marcha y echar a rodar cuando tenga tiempo, es decir, dentro de un par de nuncas, pero también se disfruta hablando de ellos: quién sabe, puede que algún día y por variar me salga bien la jugada.

Mientras, he acabado los exámenes, tercero de carrera y primer ciclo de algo que escogí porque cuando era una adolescente recalcitrante me obligaron a plantearme qué era lo que más me gustaba en la vida. Y mientras, ha vuelto el calor, valiente insensato. Voy a la biblioteca y me preparo los suministros, voy al teatro y critico después texto, escenografía y lo que haga falta; voy a conciertos y me enamoro de algún batería de jazz; me reconcilio con las noches de verano y hasta me están entrando ganas de jugar con fuego. Visto así, parece una vida de novelita fácil, de digestión ligera, una novelita de verano. Y casi lo prefiero, porque desde hace algún tiempo me decanto más por los personajes de ficción.

Me explico: a veces, y que nadie me pregunte por qué pero especialmente cuando estoy entre amigos y hace viento, preferiría algo más que redes sociales, virtuales o humanas, que cada vez parece que se están acercando más y algún día una devorará a la otra (personalmente no tengo favorita). En ese momento prefiero callarme, ser espectadora, como tantas otras veces, con el mismo interés con el que, me van a perdonar, seguiría un partido del Mundial.

Nos miro. Somos universitarios, aunque eso cada vez signifique menos. Algunos podemos ostentar el dudoso orgullo de ser los últimos incomprendidos de un plan lectivo donde figuran en mayúsculas premonitorios A EXTINGUIR, aunque eso tampoco signifique gran cosa.

Aparte de eso, podemos enorgullecernos puerilmente de ser, con muchas comillas, distintos. En algún momento hicimos a alguien enarcar las cejas por nuestra forma de vestir. Vimos o quisimos ver películas que nadie había siquiera oído hablar. Leímos cosas que hacían enrojecer a las señoras en el metro y que nuestros compañeros de clase, pobres incultos, no conocerían jamás. Fuimos al teatro y no pudimos contárselo a nadie y nos callamos como putas la sensación del orgasmo de madera en las fotografías de Man Ray. Y nos sentimos especiales, diferentes, raros, por todo ello, aunque, insisto, no signifique gran cosa para nadie ni sirva demasiado, que a fin de cuentas aquí estamos para servir.

Pero eso fue antes. Antes de entrar a la universidad y darnos cuenta de que había más gente como nosotros. Menos de la que esperábamos. Pero ahí estaban, para arreglar el mundo o para prestar un libro, que a veces es también arreglarnos el mundo.

Y como la maldición de los ex-novios (sí, lo has dejado con ellos pero sigues hablando de ellos), se da a veces (y no sé por qué, pero suele ser cuando hace viento, encima), nosotros, los culturetas universitarios orgullosos de nuestros ombligos, preferimos hablar de las vidas del equivalente de esos zoquetes de antes. En cuanto a los personajes de ficción... bueno, como ejemplo de Ni-Ni me quedo con Holden Caufield, que me carga menos las tintas. Que sean reales o no... bueno, señores, no voy a dirimir sobre qué vida es más real o más plena, porque tendría que empezar por la mía y no sé si me gustaría el resultado. Pero por favor, vamos a hablar de Holden Caufield y de otros de su calaña. Sólo hoy, sólo esta noche, aunque sólo sea porque hace viento.

sábado, 12 de junio de 2010

Gafas de pasta (de mejor vista)

Entonces, el hombre barbudo y cojitranco que había negado con la cabeza tras los aplausos y las risas complacientes me tendió solemnemente las gafas desplegadas como si se dispusiera a coronarme.

Lo primero que vi fueron barrotes. Las paredes de rojo Bohemia se habían vuelto rejas de hierro al frío de la noche, pero no lo noté por el hedor caliente que emanaba de los cuerpos de los simios.

Me sujeté las gafas como si quisiera incrustarme las patillas en las sienes para que no se me escapara ni un detalle y allá donde mirara veía monos de todas clases, monos que chillaban y que fumaban en farsa con pipas y cigarros de juguete entre los labios arrugados, mandriles que exhibían y frotaban los culos a otros mandriles, chimpancés que se masturbaban afanosos o que sonreían con servilismo o con amenaza o con ambas pero desde luego no con alegría o amabilidad, si es que existe la amabilidad para ellos; simios que se empapaban el pelaje de zumo pegajoso o se entregaban a la cópula o se despiojaban unos a otros. Y todo ese ruido, el interminable chillido coral, la polifonía estridente que retumbaba en los barrotes. Me tapé los oídos, presionando con la cara interna de los dedos las patillas en la carne. Un poco más allá, dos monos habían empezado a retarse con el pelaje erizado y muecas de infierno en los rostros.

Sácame de aquí, le digo, por favor, y me quito las gafas y me froto los ojos hasta que logro dar con la puerta. Cuesta respirar: los fines de semana abren el micrófono en el bar de los poetas, y siempre se llena.

domingo, 6 de junio de 2010

Late aún

Fue ella la que ordenó que lo arrancaran.

Allí estará, lo sé, colgado de un gancho sobre el tálamo. Él no quería hacerlo. Incluso pasó por su cabeza la idea de usar el de un cervato. Por eso, preferí hacerlo yo. Aquella mañana de invierno en que nos encontramos, su ballesta frente a mi cuerpo frío casi desnudo en la nieve, le sonreí. Yo me abrí el pecho , horadé mi carne, sentí los regueros de sangre empapando mis harapos y removí las venas con las uñas para terminar arrancando la víscera como quien recoge fruta preciada de unas zarzas. Se lo tendí a aquel hombretón paralizado y parecía que era la primera vez que lo veía, tan cerca. Lo sostuve mucho tiempo, aprisionando el latido con el cepo de mis dedos, mientras resbalaban las gotas de sangre y abrían cráteres tibios en la nieve, hasta que se decidiera a abrir la zamarra. Me di la vuelta y me alejé renqueante, al bosque donde vivo y donde espero.

Desde que el cazador llegase al galope al castillo, sé que ella lo estará manteniendo allí, como un presagio, sobre la cama.

Y sé que está muerta de miedo. Porque sabe que sigo viva. Y es que día tras día se lo recuerdan las gotas de sangre que a cada latido se vierten sobre la almohada, sin dejarle un instante de descanso. Y yo no tengo ninguna prisa.

sábado, 5 de junio de 2010

Lo que no se puede decir

Debería estar haciendo un trabajo sobre interdicción lingüística. Pero es que ya estoy un poco harta de todas esas cosas que no se deben o no se pueden decir. Estoy nerviosa, también: el lunes sólo quedarán un trabajo y un examen más para pasar el ecuador de la carrera.

Y cuando estoy nerviosa mastico chicles y los desecho a los dos minutos, así que mejor no preguntarse qué pasaría si fumara o si me mordiera las uñas: la respuesta está en mis pulgares y en todos esos envoltorios arrugados.

Se trata un poco de todo, claro, nunca es una sola cosa lo que hace que te vayas reduciendo los pulgares como quien ralla patatas. En apariencia, todo va bien, claro, nunca parece que las cosas vayan mal cuando las piensas deternidamente y las comparas con la situación de otros a los que les va mucho peor que a ti. Además, estoy de exámenes, pero no lo parece. De hecho tampoco parece que haya estudiado este año aunque me haya metido entre pecho y espalda un tercero con sus optativas y sus exposiciones de literatura contemporánea. Tampoco me he aburrido, tampoco he dejado de aprender y sí, he tenido momentos en los que no sabía muy bien quién coño era pero no me entraron ganas de suicidarme (ya es un paso, será que me hago mayor para el malditismo).

Y la tarde, a pesar de los gaiteros que ahora mismo ensayan sin que yo me explique muy bien por qué justo debajo de mi ventana, haciéndome odiar los trajes regionales, las tradiciones y hasta si me apuran las lenguas románicas, tampoco se plantea tan sumamente mala.

Pero sigo nerviosa. Más que los chicles que rasgo dentro de mi boca, lo que estoy masticando son las palabras que debería decir pero que no digo porque como en aquella canción de Astrud "claro que me importas, por eso no me importas”. Lo que no puedo o debo decir, se supone, es en qué medida importa, ni qué va a ocurrir, ni nada de todo esto que sucede entre adultos honestos con ellos y con el prójimo que se aclaran a la hora de hablar de terceros pero que una vez les toca a ellos, parecen encontrarse con un montón de cosas que no deberían o no pueden decir. Me estoy perdiendo en mis propias frases, en mis propias noches, en mis propias espirales, y hace calor, y estoy pensando en cambiar a estas alturas de la tarde el título de mi trabajo, aunque seguirá versando sobre interdicciones.