lunes, 9 de agosto de 2010

Rasgar mil parpadeos

Serían como las diez de la noche pero no se veía un alma, y vagué por el recinto cerrado del campus sintiéndome el único ser vivo, fuera la ciudad no duerme y en Sanlitun y Nanluoguxiang corren la cerveza y los cócteles dulzones pero aquí no hay nadie, ni siquiera hay luces, recuerdo que miré al cielo pero no vi ni una estrella, sólo ese casco espeso y gris que convertía el sol en un círculo que se podía mirar sin guiñar los ojos y que continuaba en la noche, oscuro, denso.

Un cuarto de hora antes, más o menos, aunque anochecía tan pronto que perdía la noción del tiempo, me había asomado a una caseta iluminada por el resplandor de mil pantallas pequeñas que despiezaban el campus en mil escenas simultáneas. Me había quedado allí un rato, atisbando por la ventana, y lamenté no haber traído la cámara, fotografiar a otros, o fotografiar espacios vacíos, qué más daba. Me pregunté si no habría en otra parte otra caseta exactamente igual, a cuya ventana alguien me estaría espiando.

Volví despacio, velan por mi seguridad, bordeé sin hacer ruido los jardines entre los que, escondidas (a las doce cierran los dormitorios de las chicas con cadenas y les apagan las luces) se ven parejas que se abrazan casi como si se sostuvieran, susurrándose.

Aún no me acordaba de Fahrenheit 451 ni de 1984 ni de otras distopías, pero no faltaba mucho para que lo hiciera.

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