domingo, 6 de junio de 2010

Late aún

Fue ella la que ordenó que lo arrancaran.

Allí estará, lo sé, colgado de un gancho sobre el tálamo. Él no quería hacerlo. Incluso pasó por su cabeza la idea de usar el de un cervato. Por eso, preferí hacerlo yo. Aquella mañana de invierno en que nos encontramos, su ballesta frente a mi cuerpo frío casi desnudo en la nieve, le sonreí. Yo me abrí el pecho , horadé mi carne, sentí los regueros de sangre empapando mis harapos y removí las venas con las uñas para terminar arrancando la víscera como quien recoge fruta preciada de unas zarzas. Se lo tendí a aquel hombretón paralizado y parecía que era la primera vez que lo veía, tan cerca. Lo sostuve mucho tiempo, aprisionando el latido con el cepo de mis dedos, mientras resbalaban las gotas de sangre y abrían cráteres tibios en la nieve, hasta que se decidiera a abrir la zamarra. Me di la vuelta y me alejé renqueante, al bosque donde vivo y donde espero.

Desde que el cazador llegase al galope al castillo, sé que ella lo estará manteniendo allí, como un presagio, sobre la cama.

Y sé que está muerta de miedo. Porque sabe que sigo viva. Y es que día tras día se lo recuerdan las gotas de sangre que a cada latido se vierten sobre la almohada, sin dejarle un instante de descanso. Y yo no tengo ninguna prisa.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Estupendo. Seh seh seh.