sábado, 12 de junio de 2010

Gafas de pasta (de mejor vista)

Entonces, el hombre barbudo y cojitranco que había negado con la cabeza tras los aplausos y las risas complacientes me tendió solemnemente las gafas desplegadas como si se dispusiera a coronarme.

Lo primero que vi fueron barrotes. Las paredes de rojo Bohemia se habían vuelto rejas de hierro al frío de la noche, pero no lo noté por el hedor caliente que emanaba de los cuerpos de los simios.

Me sujeté las gafas como si quisiera incrustarme las patillas en las sienes para que no se me escapara ni un detalle y allá donde mirara veía monos de todas clases, monos que chillaban y que fumaban en farsa con pipas y cigarros de juguete entre los labios arrugados, mandriles que exhibían y frotaban los culos a otros mandriles, chimpancés que se masturbaban afanosos o que sonreían con servilismo o con amenaza o con ambas pero desde luego no con alegría o amabilidad, si es que existe la amabilidad para ellos; simios que se empapaban el pelaje de zumo pegajoso o se entregaban a la cópula o se despiojaban unos a otros. Y todo ese ruido, el interminable chillido coral, la polifonía estridente que retumbaba en los barrotes. Me tapé los oídos, presionando con la cara interna de los dedos las patillas en la carne. Un poco más allá, dos monos habían empezado a retarse con el pelaje erizado y muecas de infierno en los rostros.

Sácame de aquí, le digo, por favor, y me quito las gafas y me froto los ojos hasta que logro dar con la puerta. Cuesta respirar: los fines de semana abren el micrófono en el bar de los poetas, y siempre se llena.

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