Hubo un tiempo en el que yo me quejaba de los que desenvolvían caramelos en los pianissimos de los conciertos. Ya no lo hago, al menos no tan frecuentemente, pero creo que no es necesario que diga que me sigue molestando, igual que me molesta que la gente coma en el cine (gracias al doblaje y a los precios, voy ahorrándome cine y quejas), que lleve chanclas de piscina por las calles del Madrid canicular, que dos señoras (o señores, a veces no distingo) me taponen las aceras o que una familia gritona cargada de bolsas dirima media hora la forma de pagar la compra seudocultural de la semana. Por ejemplo.
Y, si te dedicas a ello con la soltura que dan las novelas y la mala baba que dan los años y la cierta predisposición burguesa a buscarle tres pies al gato de Angora, puede que hasta le caigas en gracia a un periódico que te pague por soltar dardos semanales a los que no dejan fumar en el restaurante donde te trataban por el nombre (que por cierto debe de ser el único que tiene cojones a atreverse con la ley), a los terroristas del bue gusto que muestran al mundo el torso peludo y sudoroso o a ese genérico de los ruidos nocturnos, que incluyen cuadrillas de limpieza, botelloneros, parejas exhibicionistas, borrachos o procesiones.
Hubo un tiempo en el que a mí me hacía gracia leer (y escribir) casi exclusivamente sobre lo que me cabreaba de
Hace mucho que no escribo espumarajos de bilis (de hecho, hace mucho que no escribo, en general). Pero cuando leo cómo se quejan otros, aunque al resto del mundo le haga más o menos gracia la ponzoña que sueltan por esa boca, no puedo evitar imaginarme toda la que se dejan dentro. Y me pregunto si ese caramelo era tan sumamente importante para el curso de nuestras vidas.
1 comentario:
Patadón a Mr Marías y toda la troupe.
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