jueves, 29 de abril de 2010

Elijo por título

El otro día me terminé esa novela con la que volví locos a los libreros cuando, movida por la curiosidad de los títulos raros, me dediqué a su búsqueda hasta que las caras de estupor me hicieron desistir.

Hace varias semanas la encontré, cómo no, en Anagrama (parece que me pagan por hacerles publicidad, aunque no la necesiten). Es una novela, una novelita escrita a cuatro manos por los que entonces eran unos don nadies que dejaban pasar la vida entre farras, barcos que nunca alcanzaban a zarpar y botellas robadas de Canadian Club. Entonces uno de los colegas con los que se juntan, un casi adolescente rimbaudiano, se carga a otro y se lo cuenta.

Y en clave de ficción los dos don nadies se pusieron a escribir un poco como quien juega Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques.

No la elegí precisamente por calidad literaria, aunque le sobre. Y la he disfrutado porque fue escrita por dos amigos que no se habían comido aún un rosco en el terreno literario, por dos jovenzuelos que veían pasar la vida muy deprisa cuando se despertaban con resaca de alcohol y de morfina y demasiado tarde para embarcarse; y que me recuerda en ocasiones a ese procrastinar eterno de una generación que no va a llamarse de ninguna forma y que parece abocada a la abulia y la rutina.

Sólo que hoy, algo como Y los hipopótamos... no puede darse, porque nadie se guarda, durante tantos años, un escrito así, aunque no tenga la mitad de literatura que este híbrido capitulado a cuatro manos donde Tennison y Ryko son los disfraces de los encumbrados niños de papá, esos Kerouac y Burroughs antes de que escribieran cualquier otra cosa, antes de que sus otros personajes, el viajero y el yonqui, les sustituyeran en los libros de literatura y en la crítica cultural.

sábado, 24 de abril de 2010

Hoy también se puede leer

No sé muy bien si lo del Día del Libro es una celebración o una reivindicación, y más con la que está cayendo en el mercado editorial aunque luego haya según qué productos que funcionan tan sumamente bien. Pero no me voy a meter con los best-sellers que añaden volumen a la carne de Metro, porque tienen su función y la cumplen perfectamente, sobre todo la de ser objeto de críticas y de condescendencias en las reuniones de proyectos de intelectuales venidos a más.

Sin que tenga mucho que ver, entregaron el premio Cervantes, del cual en el ambigú celebrado anoche habían leído algo suyo dos o tres personas y probablemente el año que viene, tristemente, nadie se acordará del poeta mexicano. Pero para eso estaban los amigos, los actores y los poetas para leerle (a él, al premio Cervantes del año anterior, a otros muchos) y ocuparse de horadar esa huella que dejan las experiencias literarias intensas y que hacen que recuerdes esa novela, ese capítulo, ese poema, con una sonrisa agridulce o una mirada perdida entre nubes de ficciones.

En fin, que esto es una entrada, sobre todo, autocomplaciente, y es que la carne es débil y ya echaba en falta poner de cara a la galería lo negro sobre blanco que voy masticando a lo largo de los meses. Puedo ir cambiando de referencias y de registros a la hora de hablar de esto, pero al final siempre me quedaré con unos pocos libros y la sensación tan extraña de anagnórisis que dejan cuando los vas avanzando.

Ahora vendría la parte de los agradecimientos a escritores que no van a leer esto en la vida y que solamente serviría para mostrar al mundo una lista de lecturas muy semejante a la del supermercado, así que prefiero dirigirme al que me recomendó hace ya tanto El almuerzo desnudo, al que me habló de Bolaño por primera vez, al que me dijo que Neuromancer era una novela increíble, al que me mencionó a Amis y a Hornby, a quien metió a Houellebecq en alguna conversación, al que me redescubrió a Welsh o a quien coló a Adrian Tomine en una mañana de sueño. Entre muchos otros. Gracias a todos, por la parte que os toca.

Estamos a 24, y será que no me la merezco, porque todavía no me han regalado ni una rosa. Eso sí, yo ya me he apuntado un par de títulos para regalarme a mí misma. Y es que leer es un placer onanista poco comparable a nada. Disfruten.

sábado, 17 de abril de 2010

Rituales y nostalgias

A lo mejor me estoy pasando con esto de buscar paralelismos pero me parece que por muy posmodernos que nos creamos, seguimos apegados a los ritos de paso y a las celebraciones ancestrales con sus dones, sus intercambios y sus tránsitos. El jueves fue el delirio carnavalesco y la deliciosa pérdida de conciencia que supone una fiesta universitaria que invierte los papeles (o directamente nos hace perderlos): profesores con vasos de litro en la mano, el decano subido a un escenario marcándose un rock & roll y un séquito de sátiros y ménades con vaqueros y deportivas manchados de barro atronando los pasillos de una facultad que cuenta con quinientos años de historia. Para algunos, un ritual iniciático, para otros, ya una tradición que mejora con los años.

Al día siguiente, obviando desperfectos que pasan por una resaca general y solidaria, volvimos a las formas: trajes, corbatas, vestidos vaporosos, peinados de cóctel, sombreros, prendedores, carmín y perfumes. Muy cerca del artesonado de madera del techo, que es donde dejan estar a los que no son familiares de los graduandos, nos asomamos al paraninfo, donde parece increíble que hace medio milenio los estudiantes se examinaran (en latín, en griego, en romance). Y ahí están. Conocía a muchos de los que estaban a punto de recibir una banda azul y un diploma, y me pellizcó la nostalgia. Más o menos nerviosos pero emocionados y sonrientes, todos parecían tener la conciencia clara de estar terminando algo que empezaron con ilusión hacía cinco (o más) años que, seguro, han pasado demasiado deprisa.

De la lectura de los discursos de alumnos escogidos (prolijo en referencias y cuidado en palabras el uno, cómplice y asertivo el otro) se pasó a la de los profesores, que recordaron aquellos primeros días de un primer curso que no parecía tan lejano. Para muchos empieza otra etapa y algunos no volverán a pisar la ciudad. Les veo irse, elegantes, charlando con doctores y catedráticos, rumbo a sus respectivos futuros. Intento no pensar en los cafés que les debo ni en todo lo que no he hablado con ellos y que estaría más o menos relacionado con la metaliteratura, ni en los que se marcharán el año que viene (ni en que a mí también se me va a acabar el tinglado), sino en los que vienen después y que han elegido la filología aunque ahora maquillen esa palabra que parece proscrita con el compuesto genérico Estudios Hispánicos. En los que un día, después de una jornada dionisiaca, bajarán unas escaleras que llevan siglos aguantándonos para recibir el galardón con su nombre que concluya la que todo el mundo llama, con la seguridad que da la madurez y la nostalgia de la lozanía, la mejor época de su vida.

domingo, 11 de abril de 2010

Por qué me gusta la Nocilla y el café aguado

Ahora mismo debería estar reescribiendo un trabajo sobre la poesía postpoética de Agustín Fernández Mallo pero como para variar, estoy dispersa, me ha dado por pensar no en la cantidad de textos que tengo que ordenar y dotar de forma sino en las causas de que lo eligiera a él, el mutante, el nocillero, y no a otro de los que recoge la antología de poesía española reciente como Roger Wolfe, Ana Rosetti o Julio Martínez Mesanza (quisiera estar del lado de los otros, estremece un verso suyo, y reconozco que aunque no me guste o incluso y dependiendo del momento del día deteste la poesía española reciente, hay cosas que me llegan a eso que llaman el alma).

Fernández Mallo no parece tener que ver con nada de todo esto, sus versos (que son líneas) a veces son cualquier cosa menos versos, pero me llegan mucho más que cualquier perseguir ojos y cintura de un neorromántico, un sensista o un fanático del haiku. Sin embargo, cuando leo “Ahora yo ya sólo aspiro a las enumeraciones” en Carne de Píxel, me dan ganas de devorar toda la información o la informatina que reside en las páginas híbridas, mutantes, de ese poemario que es también teoría astrofísica.

Reconozco que al principio, cuando con esos experimentos de Profesor Bacterio (el calificativo tampoco es mío) consiguió colarse de lleno en el panorama literario y apropiarse de entrevistas y portadas de suplementos culturales, le tomé hasta manía. Después leí Nocilla Dream. Y podría hablar mucho de ella, pero bastante coñazo doy, en general, con lo que leo, además es probable que dentro de unos años o de unos meses reniegue de todo esto cuando vuelva a cambiarme las referencias. De momento, eso sí, prefiero Nocilla Experience, no sabría decir por qué, quizá porque no me cansa como el monólogo eterno de la primera parte de Nocilla Lab y porque me parece que culmina lo que apunta en Nocilla Dream: ese producto imposible que, como la Coca-Cola, sólo se parece a sí mismo. O algo así.

Habrá quien no le soporte, quien vea un bluff, quien no trague a este gallego que parece alimentarse de café solo y Lucky Strike, que habla con voz pausada de fractales, de chicles pintados en las aceras o del azar del parchís que rige este mundo. Lo que sí es para mí indiscutible es que, en la era Wikipedia y Twitter, nos falta conocimiento pero nos sobra información. Ahí está, más o menos trivial, más o menos manipulada, a nuestro alcance, como en las estanterías de un supermercado, para que hagamos con ella lo que nos plazca. Él ha curioseado, pellizcado y mezclado de esa información: ahí están sus novelas, sus poemas y sus propuestas. Y mis referencias son demasiado parecidas a las suyas como para no tenerle simpatía.

viernes, 9 de abril de 2010

Desayunar cicuta

Hubo un tiempo en el que yo me quejaba de los que desenvolvían caramelos en los pianissimos de los conciertos. Ya no lo hago, al menos no tan frecuentemente, pero creo que no es necesario que diga que me sigue molestando, igual que me molesta que la gente coma en el cine (gracias al doblaje y a los precios, voy ahorrándome cine y quejas), que lleve chanclas de piscina por las calles del Madrid canicular, que dos señoras (o señores, a veces no distingo) me taponen las aceras o que una familia gritona cargada de bolsas dirima media hora la forma de pagar la compra seudocultural de la semana. Por ejemplo.


Pero cuando descubrimos el placer oculto de la queja vienen los problemas : y es que es gratuita, tiende a ramificarse y además, quizá debido a las razones las anteriores, es enormemente adictiva.

Y, si te dedicas a ello con la soltura que dan las novelas y la mala baba que dan los años y la cierta predisposición burguesa a buscarle tres pies al gato de Angora, puede que hasta le caigas en gracia a un periódico que te pague por soltar dardos semanales a los que no dejan fumar en el restaurante donde te trataban por el nombre (que por cierto debe de ser el único que tiene cojones a atreverse con la ley), a los terroristas del bue gusto que muestran al mundo el torso peludo y sudoroso o a ese genérico de los ruidos nocturnos, que incluyen cuadrillas de limpieza, botelloneros, parejas exhibicionistas, borrachos o procesiones.


Hubo un tiempo en el que a mí me hacía gracia leer (y escribir) casi exclusivamente sobre lo que me cabreaba de la vida. Pero llega un momento en el que te preguntas a dónde lleva darte cuenta de lo incómodo que es precisamente ese asiento del autobús en donde has dado a sentarte, o lo jodidamente molesto que es el taconeo de esa aspirante a modelo en el pasillo de la biblioteca, y que levante la mano el primero que se contenga y se quede aquí en vez de mentarle a todos sus muertos o el resto de defectos que puedan afectar al reino de susceptibilidad que nos hemos montado en un momento.


Hace mucho que no escribo espumarajos de bilis (de hecho, hace mucho que no escribo, en general). Pero cuando leo cómo se quejan otros, aunque al resto del mundo le haga más o menos gracia la ponzoña que sueltan por esa boca, no puedo evitar imaginarme toda la que se dejan dentro. Y me pregunto si ese caramelo era tan sumamente importante para el curso de nuestras vidas.