lunes, 2 de abril de 2012

Razones para mirar de soslayo a los pianos (estudio previo)

Si a veces miro con cara rara a los pianos es porque me acuerdo del fin de mi relación con el primer piano que he tenido en la vida.

Me lo trajeron cuando ya llevaba un par tocando y ya no me daban las seis octavas de un Yamaha con noventa y nueve ritmos pregrabados para la tesitura de las sonatinas de Clementi.

Era un mamotreto de segunda mano enorme y marrón. Yo quería un piano de cola negro para ponerle velas por encima, tocar de noche y joder a los vecinos, pero ni cabía en mi casa ni me dejaban allí joder a nadie ni con nadie.

El anterior dueño se había cargado un fa de un puñetazo y tuvo que venir un hombre que me hizo dar tres arpegios aunque después las teclas seguían igual de duras. Y mi padre se sentaba algunas tardes a mi lado a verme machacar a Debussy, humillar a Chopin y escupir sobre el nombre de Mozart como todos los que tocamos obligados desde que tenemos edad para subir el taburete. 
Y las clases de los lunes eran interludios lentos en los que me prometía que tocaría más en vez de luchar conmigo misma para mantener el culo en el asiento repitiendo una y otra vez aquellas escalas de mierda que se trababan una y otra vez y otra hasta el delirio o la locura. 

Tocaba el piano. Decía que tocaba el piano. Pero yo no era consciente de tocarlo. Era tan irreal como los mapas de geografía y tan inevitable como las visitas al dentista, y nunca me entregué del todo como aquella gente que fui conociendo y que echaba horas y horas sobre las teclas mientras que yo no era capaz de estar más de diez minutos sin pensar en otra cosa, y menos cuando mi peor pesadilla era que me oyeran tocar aquellas blasfemias de Bach a tres y cuatro voces que se atropellaban unas sobre otras.

Miro de soslayo y me pregunto cómo serán los dueños de esos pianos. Si tocan o tocaban porque se supone que deben hacerlo, o si serán de los que se dejan poco a poco rectitud de falanges y horas de sueño para joder a los vecinos con todas aquellas sonatas que nunca llegarán a salir de estas manos de uñas bien cortas que evitan que aun hoy me arranque la piel a tiras.

 No puedo evitar pensar que, aun así, ha sido la relación más larga que he tenido jamás.

Que si algún día quisiera retomarla, no me recriminaría nada.

Y que habrá sido, para mí, un hijo de puta. Pero el hijo de puta que mejor me ha tratado nunca. En toda mi vida. 

2 comentarios:

svn dijo...

Los hijos de puta, en el fondo, somos hasta buena gente.

Daniel Carrillo dijo...

Está muy bien este relato, Doxa. Como si estuviéremos bebiendo vinos en vasos de plástico, te diría que cada vez que abandonas los corchetes y la criptografía se ve asomar una prosa potente y desinhibida que dan ganas de seguir leyendo. Es un fraseo deliciosamente literario. Que está, como diríamos en mi ciudad del extrarradio, de puta madre.