Les eligieron a ellos para que fuesen los mejores; fuertes, hermosos, despiertos. Y habitaron largos años las altas torres de marfil. Aprendieron las obras, las fechas, las letras, las lenguas extrañas; cerrados con llave por dentro y sin más música que sus murmullos.
Sus bocas se entreabrían ávidas para captar cada matiz de acento, la punta de la lengua les sabía a aire parado y mientras curvaban los labios a cada trazo de pluma retaban a sus ojos a robar trozos de luz.
Cuando pasó el tiempo y abrieron la puerta al mundo de las promesas, ya no había más que ruinas destripadas que rugían de hambre y de miedo.
Ellos, casi ciegos, se encogieron de hombros. Débil paso a débil paso, volvieron, deformes y encorvados, a sus torres. Ya no cerraron con llave. No quedaba en la tierra un solo diente que pudiera roer el marfil de los cimientos.
El aire seguía conservando aquel sabor estancado.
Ellos, casi ciegos, se encogieron de hombros. Débil paso a débil paso, volvieron, deformes y encorvados, a sus torres. Ya no cerraron con llave. No quedaba en la tierra un solo diente que pudiera roer el marfil de los cimientos.
El aire seguía conservando aquel sabor estancado.